jueves, 7 de agosto de 2008

huellas del descuido divino


1.

Sentado en un banco del par­que, el poeta mira los pá­jaros, mira el sendero, las hojas se­cas en el suelo, el sol de la mañana recién en la punta de los árboles.
En su mano, el lápiz; un cuaderno a su lado. No es­cribe. Mira el día largo tiempo en silencio.

El sol del atardecer ya en la punta de los árboles, los pá­jaros en el sendero, las hojas llevadas por el viento.



2.

Camino por el sendero con el oído atento a esta soledad. Escucho mis propios pasos, las hojas, el viento, casi las nu­bes, casi las sombras.
No sé de nadie que pudiera evitarme este dolor.
Camino con los ojos abier­tos a esta oscuridad, a la no­che que me cerca, al silencio, a la ausencia...
Y no sé de nadie que pu­diera evitarme esta pena.




3.

Yo estuve allí donde el aire dormido comenzó a ser viento. Justo allí bajo la en­cendida claridad de la acacia, donde la hierva se cubrió de blanquecinos pétalos, donde la hora guardaba una serenidad enigmática.
Yo vi las hojas quietas agi­tándose, vi iniciar la danza de las sombras, vi la rama despe­dir su sueño, vi ro­dar las flo­res hacia el campo abierto.
¡Era el aire que allí mismo despertaba! Aire con aire se empujaba; rodaba por el aire el aire, se mecía, jugaba... aire que con aire se cubría, aire que huía del aire y se escon­día, y se entregaba dul­cemente a las caricias...
Allí donde yo estaba vi co­menzar el viento, se agitaron mis cabellos, despertaron mis sueños.



4.

Cuando la oscuridad de la noche había cerrado ya todos los caminos y parecía defini­tiva esta soledad, entonces vino el ángel.
Cuando el silencio de la no­che había acallado todas las voces y parecía definitiva esta oquedad, entonces vino el án­gel.
Cuando la inmensidad de la noche había sepultado ya toda esperanza, toda ternura, toda humanidad, entonces vino el án­gel...
¡Y en la majestad de la noche amante comencé a vo­lar!




5.

Nos despedimos del in­vierno... Una última mirada a los árboles sin hojas, a sus copas transparentes, a su des­nudez de sueño.
Ya no veremos el aire entre las ramas, no veremos los ni­dos, no veremos desde el bos­que la mano abierta del cielo a la distancia.
Y ya no soñaremos bajo la inmensidad de las largas no­ches australes...
Este invierno ha sido bueno. Hemos trabajado como las lom­brices trabajan la tie­rra, he­mos descansado como el lagarto en su cueva, hemos ma­durado como la sabia en la ma­dera. Este invierno fue bueno.
¡Cuántos hermanos nuestros esperan ver lo que hemos he­cho!



6.

La tarde es azul porque azu­les son las nubes. El cielo es azul, el aire, el campo, el ca­mino y sobre el horizonte la línea de eucaliptos...
Mi pecho es azul porque azu­les son las nubes. Azul es mi frente, mis labios... Tu cabe­llo es azul, tus sonrisas, tus gestos, el milagro de nuestra compañía.
Y azules son las nubes como las palabras y como las mira­das...
La tarde es azul como nues­tro silencioso regreso a casa.


7.

A orillas de la laguna, mientras contemplo el cabri­lleo de la luz sobre el agua, oigo voces de niños y de gen­tes.
¡Como si pudiera oír en el lejanísimo sueño de un desco­no­cido durmiente!
Y observo a mi niño jugando con caracoles y piedras, hurgado atento en los tesoros que el agua arrima hasta sus rodillas.
¡Como si pudiera ver en el lejanísimo sueño de algún des­conocido Poeta que durmiendo nos visita!



8.

Recostados sobre el muelle que se internaba en el sol de la mañana, mecidos en la ca­den­cia del cielo y del agua, casi adormecidos, bogábamos sin rumbo por la felicidad de la luz.
Desde la orilla lejana: vo­ces de niños que no veíamos, risas de ángeles que se ocul­ta­ban, los ojos del artista que soñaba nuestro viaje... y las huellas de Dios, que des­cuida­ban el mundo para subir al mue­lle y embarcarse.